por Gustavo Berganza
Si le hubieran hecho la autopsia al cadáver de Romeo Lucas García, probablemente habrían encontrado un cerebro ennegrecido y con bastante menos volumen del que alguna vez tuvo. El Alzheimer se encargó de convertir en una especie de coral, con grandes vacíos entre circunvolución y circunvolución, lo que alguna vez fue la mente criminal más notable que ha ocupado la Presidencia de la República de Guatemala.
No deja de ser una ironía que un mal que empeña en destruir la memoria haya atacado a uno de los principales protagonistas de los malos recuerdos que tenemos los guatemaltecos de mi generación. Porque este fue el Presidente que desencadenó uno de los más alevosos procesos de corrupción del Estado, tanto en términos de desvirtuar su función como forma de organización social, como en el más específico, del enriquecimiento a costa del saqueo del erario.
Durante el gobierno de este asesino, el Estado modificó radicalmente su razón de ser. En vez de ser una institución dedicada a procurar el bienestar de sus ciudadanos, se concentró en perseguirlos, reprimirlos y destruirlos. Yo diría que fue más durante el período de Lucas que en los subsiguientes cuando se practicó el terrorismo de Estado. Las hordas policíacas encabezadas por Germán Chupina Barahona, Manuel Valiente Téllez y Pedro García Arredondo se dedicaron a secuestrar, torturar y asesinar de la manera más descarada. El Ejército emprendió una razzia para liquidar a la oposición de centro y de izquierda. En el período presidido por este engendro, las fuerzas armadas realizaron atentados, con lujo de fuerza y gran despliegue de recursos de fuego, como los que segaron la vida de Oliverio Castañeda de León, a Alberto Fuentes Mohr y Manuel Colom Argueta. A quienes vivimos ese tiempo, la mención de Lucas nos trae a la mente las decenas de cadáveres que aparecían cada semana, semienterrados o simplemente yaciendo a la vera de calles y carreteras. El nefasto régimen de Lucas García fue responsable de dos operativos, uno contra la Central Nacional de Trabajadores y el otro contra el centro de retiro Emaús, en los que fueron detenidos decenas de líderes sindicales de cuyo paradero jamás volvió a saberse.
Me doy cuenta de que aunque han pasado ya 24 años de su derrocamiento, no puedo dejar de sentir indignación por la manera como Fernando Romeo Lucas García sustrajo a la justicia. Primero, fue la complicidad de sus compañeros militares y luego, la benevolencia de la naturaleza. El olvido forzado del Alzheimer nos lo escamoteó para ese proceso en el que muchos hubiéramos querido verlo en el banquillo de los acusados. Todo se le borró: el sobreprecio de Chixoy, el fraude de DAG, la especulación inmobiliaria de Puerto Quetzal, el jineteo de los préstamos para Chulac y Xalalá.
No habrá vindicta pública ni catarsis. Tendremos que conformarnos con la certeza de saber que ahí donde está ya no existe la posibilidad de que haga más daño. Amén.
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