jueves, mayo 18, 2006

Crónica de la final de la Champions

No sé si fue una gran final, pero desde luego fue un gran final, sin discusión, porque en los grandes finales ganan los buenos y se llevan a la chica o la pierden, que a veces no se sabe lo que es mejor, o derriban aviones enemigos, o fumigan marcianos, o, en situaciones todavía más heroicas, levantan la Copa de las grandes orejas entre una lluvia de confeti. Y aunque tú no seas bueno y te piquen los mosquitos y tus copas sean minúsculas, lo entiendes y lo valoras, y lo aplaudes, porque así, con palmas que son chasquidos con la lengua, es como se marchan del cine los espectadores agradecidos, esos que nunca confesarán que hubo un instante en el que se sintieron identificados con el asesino, vamos que les hizo gracia, somos humanos, señor.

Sí, fue un triunfo absolutamente justo, y me atrevería a decir que hasta necesario para que les podamos seguir enseñando a los niños que la generosidad y el empeño tienen recompensa, para que lo creamos también nosotros: hay un premio por hacer las cosas bien, bonitas, sin trucos, tomando el camino más recto.

Lo merecía el Barça por lo hecho hasta la final y lo mereció también por su juego en ella, o más que por su juego, nunca malo, por su entusiasmo, por su capacidad para no rendirse jamás, para no darse siquiera por aludido cuando el marcador estaba en contra y los minutos pasaban. En esos instantes en los que cualquier otro equipo hubiera dudado, el Barcelona permaneció fiel a sí mismo, tocando, abriendo, buscando, siguiendo el manual, sin el menor reparo por volver a empezar, tocando, abriendo, buscando. Hace falta ser muy bueno para que no te contagie el drama que asalta a los demás, ese que nace de la grada y se propaga por el banquillo. Hace falta tener mucha confianza para continuar creyendo y hace falta ser Ronaldinho para seguir sonriendo.

Lo merecía el Barça, sí, y tanto como lo merecía el Barcelona, justo en la final dejó de merecerlo el Arsenal, que traicionó su filosofía y echó por tierra su prestigio de equipo ágil y descarado. Difícil señalar un culpable, pero todos los caminos nos conducen al profesor Wenger, que tal vez había previsto las situaciones favorables y las perjudiciales, pero que no contó con un escenario que combinara ambas cosas, no contó con el árbitro, el elemento más imprevisible del fútbol junto al balón.

El nudo.
Recién superado el primer cuarto de hora, Ronaldinho salió de una tarascada como un purasangre supera un obstáculo del Grand National, inestable al caer, pero firme en el siguiente tranco. Una vez rehecho, envío a Etoo un balón que era una carta de amor. Lehmann, horrorizado, placó al camerunés sobre la frontal o dos centímetros más lejos y Giuly aprovechó esa pelota perdida para meterla en la portería. Ahora viene el crimen: en lugar de aplicar la ley de la ventaja, el árbitro favoreció al infractor, señaló falta fuera del área y expulsó al guardameta. Mejor un jugador menos que un gol en contra. Helenio Herrera ni lo dudaría.

No pasó mucho tiempo antes de que el Arsenal consiguiera su gol, un cabezazo de Campbell. La falta, botada dulcemente por Henry, tuvo la única pega de que no fue falta. Eboué quiso penetrar y tropezó en presencia de Puyol, lo cual tampoco es reprochable.

El caso es que el Arsenal fue incapaz de asumir tantos acontecimiento, de evaluarlos, se bloqueó, seguramente porque no supo si salía ganador o perdedor de aquel embrollo: 0-1, pero un jugador menos, una hora por delante.

De eso murió el equipo inglés. A la espera de una decisión, de alguna estrategia, reculó y entregó el balón, y a fuerza de dar tantos pasos hacia atrás se metió en la caverna de la que nunca salen otros. Y pensó, qué error, que tal vez bastaría con dejar pasar los minutos. Y desde ese momento dejó de ser el Arsenal para ser otra cosa, para ser cualquiera.

Es curioso, antes de todos aquellos accidentes, la expulsión y el gol, el Arsenal había tocado el balón con cierta comodidad y Henry había dispuesto de dos buenas ocasiones, la primera clarísima, un tiro a quemarropa que desvío el ángel de Víctor Valdés con una pluma.

No lo pensamos entonces, pero ahora, con perspectiva, no es difícil suponer que aquellos errores se clavaron en la moral de Henry hasta dejarla mal herida. Su cansancio, aunque visible por los jadeos, daba la impresión de tener un origen mental, como si él supiera que no era la noche, ni la suya ni la de los suyos.

En el filo del descanso, Almunia, el relevo del héroe Lehmann (mal asunto), rozó con el guante un cañonazo de Etoo que se estrelló en el palo. Esa era el ritmo de los tambores que movían al Barça y a ese paso continuó en la segunda mitad. En la reanudación, Rijkaard se liberó de los miedos y dio entrada a Iniesta, suplente de inicio. Wenger, sin embargo, no se movió, no se sacudió el miedo.

Así que el Barcelona siguió percutiendo y el Arsenal descomponiéndose con un comportamiento suicida, entregando el balón y renunciando a salir a la contra como deben hacerlo los equipos que se esconden, con balones largos al delantero. El problema es que este delantero, Henry, corre cuando le da la gana, nadie le manda a correr detrás de las liebres.

A falta de media hora, y en vista de que el asedio no obtenía resultados, Rijkaard sacó a Larsson en lugar de Gio y luego, por fin, a Belletti en el puesto de Oleguer. El canterano tiene unas limitaciones técnicas que no puede permitirse un equipo tan exuberante.

Wenger siguió sin moverse, aunque se le podía leer el pensamiento: sacar un defensa para proteger el resultado o dar entrada a Reyes para morir matando. Tras mucha reflexión, sacó a un defensa, Flamini, un tipo gris e insustancial. Y retiró a Cesc. Es verdad que el muchacho andaba algo espeso, pero su espesura es equivalente a la inspiración divina de Flamini.

Tiros al aire.
Pese a todo, Henry dispuso de otras dos fantásticas oportunidades para cerrar el debate. Especialmente en una, un mano a mano con Valdés, se le descubrió derrotado, tan poco imaginativo como cualquier plebeyo, así de triste fue el balón que salió de su bota. En otros tiempos, con otros ánimos, hubiera intentado alguna filigrana. Y le hubiera salido.

Cuando empató Etoo, el Barcelona se sintió campeón con papeles y el Arsenal, dama de honor. La jugada nació de un gran pase en profundidad que Larsson tocó lo necesario para dejársela en bandeja al camerunés, que batió a Almunia por el pasillo que abrió el portero entre su humanidad y su palo. Inmediatamente después sentenció Belletti, con Larsson ejerciendo otra vez de ayuda de cámara. Alguien debería explicarme cómo dejan los secretarios técnicos del universo que este delantero se vaya a un equipo sueco. El chut de Belletti se coló entre las piernas de Almunia.

Lo que siguió fue glorioso para el Barça y humillante para el Arsenal, que no olió el balón. Recordó en algo a esos últimos segundos que ahora está de moda dejar escapar en los partidos de baloncesto, tan claro lo tiene uno y tan oscuro otro que se firma un armisticio. Ese último baile fue el regalo que se hizo el Barça, su desfile por París, su bandera.

No debía ser de otra forma, tenía que ganar el mejor, debía culminarse el proyecto. El Barcelona es el mejor equipo de Europa. Por muchos años.

POR: JUANMA TRUEBA.
as.com

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