miércoles, mayo 31, 2006

Lucas


Cuando el general Romeo Lucas García llegó al poder, los procesos electorales en Guatemala habían tocado ya el fondo de la descomposición y la decadencia, más bajo era imposible caer, aunque en el país hicimos todo lo posible. Farsas macabras en donde el llamado “voto popular” era lo de menos.

La gente que llegaba al poder lo hacía por caminos hasta hoy para mí inescrutables, a pesar de los años que he gastado en comprenderlo. 1978, año del nefasto acontecimiento (la elección o más bien la llegada de Lucas), fue a la vez el primer año en que tuve derecho a voto. No lo ejercí. Es decir, sí lo ejercí, pero voté nulo. Era joven y no entendía mayor cosa de política, lo que sí recuerdo es que, a juzgar por los retratos, los tres candidatos tenían un claro semblante patibulario. Quedó Lucas, ya dije, y por supuesto, yo no sabía lo definitivo que iba a ser ese hecho en mi vida.

Era mi estreno en la vida civil, pero también en la vida adulta: mi primer trabajo en forma (Q65 al mes como profesor de tercer grado primaria); mi primera relación sentimental en serio (con una muchacha realmente encantadora llamada Cecilia); y mi primer año en la carrera de periodismo. Adentro, en la Universidad, la cosa estaba que ardía, aunque empezó en verdad a ponerse candente en junio, luego de la masacre de Panzós. El asesinato de Oliverio Castañeda en octubre de ese año, rompió abruptamente el tono de algarabía, de rebelión juvenil casi gozosa que tuvieron hasta ese momento las protestas. A partir de ahí, todo se convirtió en algo oscuro, terrible, pantanoso.

A mí no me fue mal, supongo. Diez años de exilio voluntario son un chiste comparado con las barbaridades innombrables que sufrieron otros. Romeo Lucas murió el domingo. Vivía como un vegetal desde el día en que decidió olvidarlo todo. Todo. Hasta la consistencia del espanto.

por Luis Aceituno/elPeriódico

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