Por Sergio Muñoz Bata
En el Instituto Tecnológico de Georgia, en Atlanta, se ha planteado un debate legal de trascendencia nacional sobre los límites a la intolerancia. La historia empezó hace unos tres años cuando una estudiante del Instituto Tecnológico de Georgia decidió desafiar de manera consistente a las autoridades de su escuela exigiendo su derecho a la intolerancia.
Finalmente, hace un mes que Ruth Malhotra y Orit Sklar, dos jóvenes de intensas convicciones religiosas y políticas; la primera es judía, la segunda es cristiana y ambas están afiliadas al partido republicano, fueron a la corte a exigir la abolición de los códigos de conducta de la institución escolar que les impiden expresar libremente su opinión sobre los homosexuales. Una prohibición que, según dicen, contraviene sus creencias religiosas.
Según estas jóvenes, la política de tolerancia que protege a lesbianas y homosexuales de hostigamiento en el instituto inhibe la discusión de temas políticos, culturales y religiosos que ellas consideran de vital importancia.
En Estados Unidos existen leyes federales que protegen a la gente contra la discriminación en el trabajo por cuestiones de raza, origen nacional, sexo, edad o por ser minusválido. No hay, sin embargo, una ley nacional que prohíba la discriminación de personas por su orientación sexual.
Por convicción y para subsanar esta carencia, algunas instituciones educativas como el Instituto Tecnológico de Georgia han adoptado voluntariamente reglas y códigos privados cuyo propósito es impedir que una persona sea hostigada o tratada de manera diferente al resto a causa de su orientación sexual real o percibida.
Tanto la ley federal como los códigos privados son una herencia del movimiento a favor de los derechos civiles de la década de los años 60. Y aunque los conservadores lo nieguen enfáticamente, el legado de esta época de liberalismo floreciente en Estados Unidos sigue llevándolos a adoptar posiciones beligerantes en el debate cultural que hoy divide a este país.
Hay también en su actitud un poco de paranoia. A pesar de la evidencia a contrario (considere por ejemplo la elección y la reelección de George W. Bush), casi dos terceras partes de los adultos estadounidenses dicen creer que la religión está bajo ataque en este país.
En este sentido, a los más conservadores les enfurece que en el discurso de protección contra la discriminación se incluya en el mismo párrafo la raza, el género y las preferencias sexuales. La gran mayoría de los conservadores estadounidenses siguen pensando que la homosexualidad no es una condición congénita, sino el producto de una elección voluntaria a un estilo de vida depravado.
Alegando que los cristianos del siglo 21 deben asumir con mayor ahínco sus derechos como cristianos, se ha formado una sociedad legal que incluye jueces y abogados cristianos para combatir en las cortes las políticas de tolerancia a homosexuales que según ellos terminan discriminando contra los cristianos que se niegan a permanecer callados en un asunto que ellos consideran de vital importancia en la actual guerra cultural.
En el fondo, en realidad, lo que este grupo defiende es su derecho a ser intolerante con quienes quieren obligarlos a tolerar ideas, formas de ser, de vestir o de vivir diferentes a su forma de pensar, de ser, de vivir, y a ciertas nociones feudales de su religión. Lo más grave de esta intolerante visión de la realidad es que arguyan que el respeto a la diversidad es antidemocrático sin percatarse que son ellos quienes atentan contra los principios fundamentales del sistema democrático.
Los principios de gobierno de mayoría y la protección de los derechos de la minoría que a primera vista parecerían contradictorios son en realidad los pilares que sostienen los cimientos de un gobierno verdaderamente democrático.
Ningún gobierno mayoritario tiene autoridad para suspender los derechos básicos y las libertades fundamentales de una minoría, sea ésta por su origen étnico, sus creencias religiosas, su localización geográfica, su nivel de ingresos, por haber perdido una elección o por sus preferencias sexuales.
En democracia, las minorías tienen derecho a exigir a las autoridades que protejan su auto-identidad. La aceptación a grupos étnicos y culturales diferentes a las mayorías puede ser el reto mayor que enfrente un gobierno democrático. Pero sólo en la democracia se estima el valor incalculable de la diversidad. Nunca nadie ha dicho que sea fácil resolver las diferencias en valores y perspectivas pero lo que sí es seguro es que la democracia exige la aceptación de procesos que promueven la tolerancia, el debate y la voluntad para admitir el compromiso. No el derecho de un individuo a la intolerancia.
FUENTE: Revista D. Prensa Libre. 7 de mayo 2006Qué opinas ¿Tenemos derecho a ser intolerantes? ¿Tienes los demás derecho a ser intolerantes con nosotros?
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