© Fernando G. Toledo
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El ateísmo, como pensamiento esencialmente crítico, encuentra a veces aliados inesperados en su tarea de desmontar ficciones entronizadas como lo que no son, socios imprevistos en el, por naturaleza, indeseable trabajo de «desencantar el mundo».
Como una ironía, es en los cristianos, en especial los católicos, donde se hallan los asistentes más eficaces. Hoy, todavía, el catolicismo preconiza cuestiones en las que se puede encontrar, ni más ni menos, que la negación del dogma primero: la existencia de su Dios, eterno, bondadoso y todopoderoso.
La existencia de Satanás aparece como uno de los aspectos más risibles. Como representación del mal absoluto, hay todavía católicos que consideran su existencia como efectiva. Literales, cuales fundamentalistas, se atienen a asumir la presencia mundana de ese veterotestamentario ángel caído, quien es responsable de las repulsivas tentaciones (entre las que puede figurar ora ser comunista, ora usar preservativo, ora masturbarse, ora criticar a la Iglesia, pero nunca defender a la Inquisición, discriminar a los homosexuales o aceptar las evidencias de la evolución darwiniana).
El asunto entronca directamente con la presencia del mal en el mundo, a la que Leibniz intentó escabullirse con el suberfugio del «mejor de los mundos posibles». Para el filósofo alemán, el mal sólo era «metafísico», esto es, una mengua del bien. Lo cual abría un abismo inesperado: acaso estábamos invalidados para juzgar lo que era un bien o un mal, quizá porque «los caminos de la Providencia son inescrutables». Ello debería llevar a que siquiera podamos aceptar la premisa mayor, puesto que si lo que nosotros percibíamos como malo porque no conocíamos el Plan Divino, ¿cómo podíamos asentir que éste era el mejor mundo, viendo que la capacidad para evaluar un bien era, en nosotros, insuficiente? Además, ¿no podía eso llevarnos, mejor, a pensar que en realidad éste es «el peor de los mundos posibles», y todo bien no es más que una «mengua del mal»? Ya David Hume se preguntaba en sus célebres Diálogos sobre la religión natural: «¿En qué sentido, entonces, se asemejan la benevolencia y misericordia divinas a la benevolencia y misericordia humanas?».
Así, el supuesto as en la manga era un naipe mal pintado y quedaba enlazado por los viejos interrogantes de Epicuro, estiletes siempre afilados contra la pretensión racional de un ente fantástico: ante el mal, o Dios no puede impedirlo o no quiere. Es decir: o no es todopoderoso o no es todo bondadoso, por tanto ni siquiera tiene sentido llamarlo Dios.
El comportamiento del Diablo, según nos lo presentan los propios cristianos, es fuente de nuevas incongruencias, todas denigratorias para la persistencia del mismísimo Dios. Puesto que Dios es, para los cristianos, el Supremo Creador, nada puede surgir si no brota de su poder. Así, Lucifer, futuro diablo, es creado por Dios como un ser bondadoso, pero luego se convierte en el demonio que perseguirá a la humanidad con tentaciones varias, maldad suma y engaños a cual más sofisticado. Ahora bien, esto mostraría que el mismo Dios, al crear a Lucifer, no sabía en qué iba a convertirse esa bestia infesta. O, en todo caso, que lo sabía, puesto que su presciencia lo permite, pero a pesar de todo dejó que creciera esa semilla, lo cual pone en entredicho la pretendida bondad divina. En el caso de que Dios dejase al Demonio hacer sus diabluras sólo para probar al hombre su fe, estaríamos ante algo así como el Sublime Perverso.
Un nuevo ambage aparece, esta vez aplicable también a la humanidad: el libre albedrío. No hará falta detenerse en lo cuestionable que es este concepto, sino que bastará con ahondar en la mitología cristiana para inquirir: ¿no representa un terreno vedado a la cognoscibilidad de Dios el hecho de que el hombre libre pueda actuar sin que Dios sepa lo que va a hacer? ¿No significa eso que la libertad delata un ámbito, el de la voluntad, que no está siquiera en la mente de Dios, con lo cual está fuera del mundo y fuera de Dios? Si la legislación de Dios no incluye a Satanás, esto indica que hay un terreno que al menos lo trasciende. Si lo incluye, Dios no hace otra cosa que permitir la existencia de Satán, algo que al parecer lo ha preocupado bastante siendo que llegó a degradarse al cuerpo para redimir a la humanidad de su mal. Lo cual de paso indica que Dios tiene cierto talento para la tragedia pero poco para la sobriedad.
¿Por qué, a pesar de estas infantiles incongruencias, los católicos, entre otros, siguen aceptando la existencia del Demonio? Como todo: porque lo suponen útil. El mal en el mundo, ése que denunciaba Epicuro bastante antes de la invención del cristianismo, es una prueba ingente de la imposibilidad (si entendemos como posiblidad la ausencia de contradicción) de un Dios de suma bondad y sumo poder. Pero Satanás, al resultar responsable de este mundo falto de bien, exime al propio Señor de tales imperfecciones. No resulta extraño que por ello, con diáfana bobería, muchos cristianos achacan a su influencia las errancias de cada fiel. En el camino de despreciar la carne, tan aquilatado por el paso de las tradiciones, desde Pablo a esta parte, la apelación demoníaca permite desentenderse de la Tierra, exculparse poniendo la carga en su «terrible influencia».
Como paradigma de la negación del mundo, como palmaria incongruencia, la figura mítica de Satanás encierra en sí misma todo lo que los cristianos desprecian sin saber que aun más lo aborrecerían al descubrir que, al aceptarlo, están negando a su propio Dios. A pesar de que algunos aprieten la cuerda en su propio cuello y declaren que «es el mismo demonio quien convence a los incrédulos que él demonio no existe». Frase que confirma que «los desvaríos de la fe son inescrutables».
martes, julio 18, 2006
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