lunes, octubre 22, 2007

La revolución olvidada


Por José Barnoya
jbarnoya@sigloxxi.com

Se dice que los jóvenes que recién llegan a la mayoría de edad, son así por la sencilla razón de que no vivieron los años de la guerra ni los años de las dictaduras militares. Nosotros, no vivimos los años violentos de la Conquista, ni sufrimos la dictadura de Estrada Cabrera, y sin embargo sabemos lo que fueron esos períodos tormentosos. Los nuevos ciudadanos de hoy no saben nada del pasado porque no se lo han enseñado los tatas ni los maestros ni tampoco les interesa.

Esa es la razón por la que cada 20 de octubre escribo — con tozudez de viejo— sobre los sucesos de 1944.

Eran las seis y diez de la tarde cuando del parque Colón llegó la gritería. Entre la vocinglería se escucharon los gritos aguardentosos: ¡Viva Ponce…viva Ponzo…viva mi General! Eran los partidarios de Ponce Vaides; igualitos a los que traen siempre los políticos, engañados con falsas y cínicas promesas.

Eran casi las dos de la mañana del 20 de octubre, cuando el viejo empezó a pomponear la puerta de los cachivaches en donde yo dormía desde que ingresé al Instituto Central.

Ya mis hermanas se regocijaban con el estallar de lo que creían eran bombas que provenían de Santo Domingo en honor a la Patrona del Rosario. Cuando nos dimos cuenta de que eran cañonazos de a de veras, dirigidos hacía Matamoros, empezamos a colocar colchones meados para proteger los balcones de la vieja casa. Con el amanecer llegaron a través de la radio, las marchas militares que preludiaban la alborada revolucionaria.

Eran las tres de la tarde cuando traspuse el portón de bronce del Instituto Central de Varones. Los muchachos de último año rechinan las botas sobre el embaldosado y martillan los fusiles que ya no están al servicio de la dictadura.

Después de hacer fila con varios compañeros de primer año, me presenté ante un grupito de shecas que ya integraban la Guardia Cívica. Cuando me vieron de pies cabeza: los brazos escuálidos, las rodillas juntas y los pies planos, me rechazaron de inmediato. “Vos patojo —espetó sonriente el Pizote Solís— estarás mejor dirigiendo el tránsito, ya que no hay policías”.

Regresé a casa sólo para encasquetarme la camisa y el pantalón caqui del uniforme Scout. Como no tenía silbato, saqué de la gaveta de la mesa de noche, el mismo pito de agua que servía para las Posadas y así llegué hasta la encrucijada de la 8a. calle y 9a. avenida, encaramándome en un cajón de policía protegido por una sombrilla desteñida.

Eran las cinco de la tarde cuando desde mi cajón de policía, atisbé a una patrulla de soldados. Suponiendo que eran revolucionarios, les grité entusiasta: “¡Viva la Revolución!”. El comandante, con una bandera blanca de rendición, respondió airado: “¡Tu madre patojo revoltoso!”.

Eran las seis de la tarde cuando escuché por la radio que Toriello, Árbenz y Arana habían tomado el poder a nombre del pueblo.

Fuente: www.sigloxxi.com

No hay comentarios.: