Quien no conoce su historia no puede asumirla.
Pregunto a una chica de último año de bachillerato del colegio Metropolitano, si conoce qué celebramos los guatemaltecos el “20 de octubre”. “Creo que se celebra el Día del Guerrillero”, responde.
Otra chica de 22 años, de la aldea Buena Vista, Jutiapa, pregunta: “Marce, ¿por qué hay feriado el 20 de octubre?”, antes de responder, le devuelvo su pregunta, a lo que me contesta: “Creo que porque es el día de la Revolución Francesa”.
Un país que no conoce su historia no puede asumirla, ni transformarla. No podemos sentir orgullo de lo que desconocemos. Un pueblo que ignora su pasado y es ciego a lo que ha pasado y pasa en Guatemala no puede identificarse con la construcción de la nación.
Entre nulas políticas educativas para aprender qué y quién es Guatemala hoy en el contexto de globalización neoliberal y una ceguera estratégica de los criollos por prolongar la cultura e ideología colonial de esta “república bananera”, los guatemaltecos desconocemos qué hemos sido y qué somos, de ahí que no haya sentido de pertenencia, que la historia no opere como elemento de cohesión y que no haya un proyecto de interés nacional. Debiera darnos en qué pensar que las chicas antes mencionadas sepan quién es Carlos Peña y no tengan idea quién fue María Chinchilla.
La historia que se ha venido enseñando de Guatemala es una historia vertical, legitimadora de un sistema de dominación. Se hace cada vez más necesario que el Estado guatemalteco establezca una versión oficial de la historia de Guatemala, para comprender por qué somos como somos, y por qué las cosas están como están.
El “20 de octubre” celebramos el 63 aniversario del fin de la dictadura de Ubico y Estrada Cabrera. Conmemoramos el final de una historia sombría. Aplaudimos que fue una revolución en las manos de jóvenes, maestros, obreros que buscaban acabar con la explotación y la miseria. Esa revolución marcó a Guatemala, porque las ideas libertarias y revolucionarias del pueblo fueron un derroche de luz ante una época oscura.
Sin embargo, el historiador guatemalteco Arturo Taracena en su lúcido estudio Etnicidad, Estado y Nación, 1944-1985, con gran responsabilidad ética y política, apunta cómo en la Revolución de octubre de 1944 y la “nueva Guatemala” las luchas cívicas por poner el fin de la dictadura ubiquista dejaron inmensas secuelas en la sociedad guatemalteca en materia de relaciones interétnicas, mostrando el desfase entre la decisión política de ruptura con el régimen liberal, imperante en el país desde 1871, y la incapacidad del Estado por asumir una ruptura con la ideología heredada en lo relativo a las relaciones interétnicas”. Es decir que aunque se buscó transformar estructuras, no se salió de la lógica racista y segregadora.
Con todo y sus secuelas, celebramos la búsqueda de la libertad humana. Lo que no celebramos es que la intervención yankee del 54 y la oligarquía guatemalteca hayan vuelto a imponer su lógica feudal, tras “los diez años de primavera en el país de la eterna tiranía”.
Hace unos días, mi hermano me enseñaba una revista con fotografías en blanco y negro y noticias de la Revolución de Octubre. Se hizo un pequeño inmenso silencio entre nosotros viendo a aquella juventud encendida y esperanzada en transformar el mundo de allí y entonces. No es soñar con las nostalgias del pasado, sino el deseo y necesidad colectiva y vigente de la democracia radical.
No celebramos el 20 de octubre por “la Revolución Francesa”, ni por “el Día del Guerrillero”.
Celebramos el 20 de octubre como una manera de recordar el pasado para dotar de sentido elpresente en la lucha y construcción de la libertad y la igualdad. Rememoramos a nuestros compatriotas que le apostaron a lucha contra la miseria y la explotación, lo cual nos recuerda que hay aún ciertas tareas pendientes, que no debemos resignarnos a vivir sin compartir el dolor que ayudamos a producir. Sesenta y tres octubres más tarde, un mismo lugar, un mismo deseo, una misma necesidad: somos y no somos los de ayer pidiendo a gritos la igualdad y la libertad.